La reciente aprobación en España de la ley de la eutanasia (quinto país del mundo en regularla) ha vuelto a reabrir el debate social sobre cómo abordar y cómo debe ser el final de la vida de una persona enferma. De inicio, algo debe quedar claro: eutanasia y cuidados paliativos no son lo mismo. Ambos se aplican en una fase terminal y pretenden que el paciente deje de sufrir ante una situación irrevocable, pero entre ellas hay una línea de separación que quizás, para la ciudadanía de a pie, sea algo díficil de discernir.
Ese desencuentro entre sedación paliativa o terminal y eutanasia viene determinado por la intención, el procedimiento y el resultado de ambas acciones. En la primera se busca disminuir progresivamente la consciencia del enfermo una vez obtenido el oportuno consentimiento, mientras que la eutanasia conlleva la administración directa al paciente de una sustancia por parte del profesional para causar su propia muerte. En los cuidados paliativos no cabe la objeción de conciencia, mientras que muchos son los sanitarios que la exigen con la eutanasia. Están en contra y no quieren participar profesionalmente de ella.
Las opiniones, argumentos y puntos de vista entre los ciudadanos, los enfermos, las familias y los sanitarios son tan variados como libres. Legislativamente, en Aragón se acaban de cumplir 10 años de la aprobación de la ley de muerte digna que, para muchos, no ha terminado de desarrollarse de manera completa. En este escenario donde muchas líneas todavía están por definirse, EL PERIÓDICO charla con profesionales de tres equipos de cuidados paliativos de Aragón que llevan años atendiendo a pacientes en su fase terminal. Ellos, más allá de los debates políticos y morales, trabajan por aliviar el dolor y el sufrimiento, al tiempo que, muchas veces, ejercen algo así como psicólogos del entorno más cercano al paciente. Si en algo coinciden los doctores Victoria Caballero, Roberto Moreno y Alfredo Zamora es que se trata de un trabajo «muy vocacional».
No todo el mundo está preparado para esto, pero además socialmente «falta mucho recorrido y mucho trabajo respecto a la aceptación de la muerte», dice Zamora, médico especialista en Geriatría en el hospital Provincial de Huesca y vicepresidente de la Sociedad Aragonesa de Cuidados Paliativos. En el otro extremo está Caballero, especialista en Pediatría que ejerce en la Unidad de Cuidados Paliativos Pediátricos del hospital Infantil de Zaragoza. Hay menores que, por pronóstico de vida muy acortado, directamente les atienden en casa, mientras que a los que trata en el hospital también se les ofrece ir a sus domicilios en fase de agudización.
Su modelo de atención "está basado en el niño", pero también en su familia. "Tratamos de mitigar el sufrimiento y, una vez que fallece, acompañamos en el duelo. Nos ocupamos de la esfera física, pero también de la social, psicológica y espiritual. Nuestro deber es llevar el hospital a casa», cuenta Caballero. «No es una decisión nada fácil para las familias, ya que tienen que realizar muchos más cuidados, pero el contacto continuo con nuestra unidad les alivia y empodera», añade Caballero.
El domicilio se convierte en un auténtico refugio y, en opinión de Moreno, «el mejor lugar» en el que una persona en fase terminal puede morir. «El covid nos ha cambiado la forma de trabajar, pero a mí me gusta atenderles en sus domicilios. A unos años, según la situación, muchos prefieren quedarse y ahí los familiares, aunque sean reticentes, les deben escuchar y cumplir su voluntad», cuenta Moreno, médico coordinador del Equipo de Soporte de Atención Domiciliaria (ESAD) de Salud Aragón.