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Coronando las cimas de colinas y montes, los recuerdos de lo que antaño fueron contemplan el devenir del tiempo y los hombres: los castillos. En el Medievo, su misión era proteger a quienes se cobijaban tras sus muros. Para ello, muchos se ubicaban en regiones de difícil acceso, a algunos los rodeaba un foso y todos contaban con gruesas murallas para repeler ataques externos.
No se escatimaba en esfuerzos para proteger al rey y la reina, a los miembros de la corte y a los responsables de que la flor y la nata del reino comiese, bebiese y se asease. Todos encontraban refugio tras sus muros.
Pues, de la misma manera, uno de los órganos más importantes de nuestro cuerpo cuenta con su propio castillo medieval. Situado en una región alta, bien protegido frente a posibles daños, el cerebro se encarga de que el resto del cuerpo funcione correctamente mientras nos dota de esas increíbles cualidades que nos hacen humanos. La curiosidad, la empatía, la creatividad… todo ello nace tras los muros de nuestro castillo.
La muralla celular
Mientras que el cráneo y las meninges protegen de los golpes a la delicada estructura cerebral, una muralla que no es de ladrillos ni cemento la salvaguarda frente a agresiones más sutiles. Se trata de la barrera hematoencefálica, los pequeños vasos sanguíneos que irrigan el cerebro. Estos vasos los componen unas células llamadas endoteliales que se unen entre sí de una forma muy especial, dejando muy poco espacio entre una célula y la siguiente. Tales uniones estrechas no ocurren en el resto de los capilares del cuerpo.
Así se dificulta el paso de sustancias hacia el tejido cerebral. Solo unas pocas moléculas privilegiadas, como sus nutrientes, podrán acceder. Todo lo demás, especialmente compuestos que puedan causar daño, se quedará fuera, puesto que la muralla del cerebro es tan efectiva rechazando ataques como la de un castillo medieval.
Sin embargo, existe una diferencia clave entre ambas: quienes habitaban el castillo podían decidir a quién dejaban entrar. Por ejemplo, a inofensivos mercaderes. La barrera hematoencefálica no sabe si algo externo al cuerpo es seguro. Esto supone un problema cuando el cerebro enferma, ya que la gran mayoría de fármacos no pueden atravesarla.
Por ello, diseñar medicamentos para tratar las enfermedades cerebrales, como ciertos tipos de tumores o el alzhéimer, supone todo un reto. El fármaco no solo debe ser eficaz, sino, además, contar con una serie de propiedades que garanticen que puede traspasar esta barrera defensiva.
Medicinas en autobús
Supongamos que hemos diseñado un compuesto para eliminar células tumorales de glioblastoma, uno de los tipos de cáncer cerebral más frecuente y agresivo. Nuestros ensayos preliminares muestran que, al poner el candidato a fármaco en contacto con estas células, es capaz de destruirlas.
Aunque tenemos algo bueno entre manos, hay un inconveniente: sus características físico-químicas, como su tamaño o su carga, impiden que atraviese la barrera hematoencefálica. Después de años de duro trabajo, ¿tendremos que descartar a este posible fármaco?
En situaciones desesperadas como estas, la nanotecnología nos tiende una mano amiga. Tras años de estudio en ciencia de materiales a escala diminuta, se han desarrollado estrategias para “vehiculizar” fármacos. Es decir, encapsular compuestos que, por sus características, tendrían problemas para moverse por el torrente sanguíneo o entrar en las células.
La nanomedicina, además, reduce efectos secundarios al dirigir al fármaco a la región de interés, evitando que se disperse por todo el cuerpo y pueda causar daños. De rebote, aumentará su dosis efectiva, por lo que su efecto terapéutico será mayor que al administrarlo sin vehiculizar.
En el caso concreto de la nanomedicina aplicada a enfermedades cerebrales, podemos sintetizar nanopartículas que resulten mucho más atractivas a las células endoteliales que el fármaco libre. Por ejemplo, podemos recubrirlas con moléculas afines a otras presentes en el exterior de las células endoteliales, como los receptores que permiten la entrada de nutrientes. Así engañamos a la célula endotelial para que deje pasar a la nanopartícula cargada.
Los fármacos atravesarán la barrera hematoencefálica admirando el paisaje desde la comodidad de un autobús, cual grupo de turistas de ruta por los castillos del Loira. Una vez atraviesen la muralla, los fármacos/turistas abandonarán su nanopartícula/autobús para llevar a cabo su función. Unos repararán los daños y otros se sacarán fotos o comprarán recuerdos.
Una barrera en la palma de la mano
Tras diseñar esta nueva nanomedicina, deberemos comprobar que puede atravesar la barrera hematoencefálica. Como no conocemos sus posibles efectos secundarios, recurriremos a modelos experimentales en lugar de probar con personas.
Aquí surge otro problema, ya que los modelos disponibles presentan serias limitaciones. Los basados en células no reproducen la complejidad de la barrera hematoencefálica, mientras que los animales de experimentación muestran diferencias importantes respecto a los humanos. Y como no obtenemos los mismo resultados, muchos fármacos prometedores en la fase preclínica se descartan al probarlos posteriormente en humanos. Los llamados modelos organ-on-chip se inventaron para superar estas limitaciones. Son una mejora de los modelos celulares tradicionales que buscan reducir la necesidad de recurrir a animales de experimentación, reduciendo costes éticos y económicos. Permiten que las células crezcan en tres dimensiones en lugar de en dos, imitan el flujo sanguíneo o ponen en contacto varios tipos de células para crear tejidos más realistas. Así, creamos
Fuente: The Conversation.
Autoría: Inés Mármol. Investigadora postdoctoral en Biomedicina. Instituto de Investigación Sanitaria de Aragón, Universidad de Zaragoza.