Que el cerebro es un órgano fascinante no es un misterio. Para el médico y filósofo griego Hipócrates, era el “trono” de la inteligencia, la experiencia y la conciencia, y quizás estaba en lo cierto. Es la cuna del pensamiento, de la razón y del lenguaje. Es el titiritero que mueve los hilos para que ejecutemos acciones que nos resultan tan sencillas como comernos la entrañable paella de nuestra abuela o correr para coger el autobús. Nos ayuda a discriminar ciertas cualidades sonoras de nuestro entorno y, en definitiva, nos permite disfrutar de la vida.
Desafortunadamente, nada es para siempre y algunas de las áreas cerebrales, como el lóbulo parietal, sufren un deterioro en la enfermedad de Alzheimer. Este lóbulo es el encargado de procesar principalmente información somatosensorial, es decir, maneja datos sobre el tacto, el movimiento y la posición de nuestro cuerpo en relación al espacio. Además, también procesa información cognitiva y multimodal (que procede de distintas modalidades sensoriales).
El lóbulo parietal es tan importante que algunos investigadores señalan que la reducción de flujo sanguíneo en esta zona podría servir como biomarcador para detectar el alzhéimer en sus etapas más tempranas.
Neuroplasticidad en la pérdida de visión
A medida que la persona envejece, los problemas para seguir una conversación en un restaurante ruidoso o para detectar un olor o un sabor se tornan más acuciantes. Sin embargo, el déficit sensorial que se produce con la edad más comúnmente conocido es la pérdida de visión. Esto no es óbice para recordar que tanto los déficits de visión como la ceguera son problemas que se encuentran presentes en todas las edades y en todo el mundo.
En las personas con una discapacidad visual, el lóbulo parietal no se deteriora, sino que sufre un remodelado fruto de los mecanismos neuroplásticos cerebrales. Estos mecanismos no son otra cosa que la capacidad que tiene el tejido nervioso para reforzar sus conexiones y crear otras nuevas. Es bien sabido que esta plasticidad neuronal puede surgir tras una lesión y como consecuencia de la experiencia.
La neuroplasticidad nos ayuda a entender por qué las horas de práctica con el órgano hicieron de Johann Sebastian Bach un gran músico y compositor. Al fin y al cabo, nuestro cerebro no se queda quieto, no es estático, sino dinámico.
Pero ¿por qué sucede esto? ¿Cuál es la razón de que los lóbulos parietales de las personas con pérdida visual presenten ese despliegue neuronal? ¿Qué lo estimula? Pues bien, debemos pensar que las personas con una reducida capacidad de visión necesitan interactuar diariamente con su entorno sin la ayuda de su sentido de la vista. Por tanto, confían más en su sentido del tacto para reconocer objetos, practican la lectura de textos en braille y pueden desplazarse gracias al uso del bastón blanco.
Todo lo anterior reforzaría sus conexiones neuronales a favor del lóbulo parietal. Así, se ha observado que en las personas con una pérdida visual las conexiones parietales con el lóbulo occipital se refuerzan, lo cual es una prueba de la denominada neuroplasticidad.
El papel del lóbulo parietal en el alzhéimer, a examen
Existen investigaciones que vinculan la pérdida visual con la aparición del alzhéimer, pero estas no estuvieron exentas de serias limitaciones metodológicas. Es aquí dónde surge una hipótesis alternativa cuyo personaje principal, la pieza que falta en el rompecabezas, sería el lóbulo parietal.
En nuestra investigación, publicada en Journal of Alzheimer’s Disease, partimos de la teoría de que los cambios adaptativos en el sistema nervioso y, más concretamente, en el lóbulo parietal, podrían hacer a las personas con diversidad funcional visual menos susceptibles de experimentar enfermedades neurodegenerativas que impliquen el deterioro de dicho lóbulo, como el alzhéimer.
Esta hipótesis podría suponer un avance en la forma de entender tanto el alzhéimer como los cambios cerebrales que siguen a la pérdida visual. Pues no solo es importante investigar en tratamientos curativos para las enfermedades neurodegenerativas, sino que también resulta de interés comprender su fisiopatología. Queda, por tanto, en manos de la ciencia desvelar esta incógnita e inclinar la balanza a favor o en contra de la hipótesis planteada.
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Fuente: The Conversation. Autoría:
Mónica Alba Ahulló Fuster
Doctoranda e investigadora en el Departamento de Radiología, Rehabilitación y Fisioterapia / Facultad de Enfermería, Fisioterapia y Podología, Universidad Complutense de Madrid
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