El verano tiene muchos beneficios para nuestro organismo. También para nuestro cerebro. A más horas de sol, mayor producción de serotonina, lo que afecta positivamente a nuestro estado de ánimo. La luz solar estimula la producción de la conocida como 'vitamina del sol', la vitamina D, con múltiples beneficios para la salud. Pero no todo son alegrías: hay un límite de calor a partir del cual nuestro cerebro no funciona correctamente: los 40 ℃.
Los seres humanos somos homeotermos. Es decir, gracias a nuestro hipotálamo –región del cerebro que regula la temperatura– somos capaces de mantener una temperatura constante de unos 37 ℃, independientemente de la temperatura ambiental. Pero cuando nuestro cuerpo alcanza temperaturas por encima de los 40 ℃, el hipotálamo deja de funcionar correctamente y no controla nuestro sistema natural de enfriamiento, la transpiración (el sudor). Es entonces cuando podemos sufrir un golpe de calor.
La atención, el equilibrio o el sueño, desatendidos en las olas de calor
En esta situación, el sistema nervioso es especialmente vulnerable. Como el hipotálamo tiene que trabajar en exceso para mantener una temperatura corporal adecuada, deja en un segundo plano otras funciones vitales como la atención, que se ve ralentizada.
Con el calor, las proteínas se desnaturalizan –pierden su estructura, se derriten– lo cual afecta y mucho a las neuronas. Todo este proceso, además, desencadena una respuesta inflamatoria que modifica la homeostasis (equilibrio) del tejido nervioso. La razón es que las altas temperaturas afectan a la barrera hematoencefálica que protege a nuestro sistema nervioso central, alterando ese equilibrio. En concreto, hay un tipo específico de neuronas especialmente sensible al daño, las células de Purkinje. Estas neuronas se encuentran en el cerebelo, y son responsables de la función motora. De ahí que uno de los síntomas característicos de un golpe de calor sea la debilidad motora con afectación grave de la coordinación y el equilibrio.
Las altas temperaturas confunden al hipotálamo, y se produce una hiperexcitación del cerebro, por lo que nos cuesta más conciliar el sueño. No olvidemos que nuestro sistema nervioso aprovecha las horas de sueño para realizar funciones de mantenimiento necesarias para su correcto funcionamiento. Es lo que llamamos “un sueño reparador”.
Otro de los problemas asociados a las altas temperaturas es la deshidratación. Cuando está por encima del 2% del peso corporal puede conducir a alteraciones graves como pérdida de memoria a corto plazo, somnolencia o fatiga muscular. Además, favorece que las toxinas no se eliminen correctamente y se acumulen en nuestro organismo.
¿Se nos congela el cerebro con las bebidas frías?
Si llegados a este punto usted está pensando que una posible solución al calor sería tomar una bebida bien fría, ¡cuidado! porque a nuestro cerebro no le gustan nada los cambios bruscos de temperatura. Al beberla, puede sufrir una cefalea por crioestímulo o, dicho de otra manera, una sensación fuerte de dolor de cabeza al tomar algo frío. Se nos congela el cerebro. La respuesta a este efecto es sencilla. Estamos confundiendo al sistema circulatorio, el cual a su vez vuelve loco al cerebro. Y el cerebro responde con un toque de atención en forma de dolor.
Ya hemos visto que nuestro organismo es capaz de regular nuestra temperatura corporal. Cuando hace frío nuestros vasos sanguíneos periféricos se contraen (se encogen). Es lo que llamamos vasoconstricción. Así la sangre circula lejos de la piel y se puede mantener mejor el calor corporal.
Cuando hace calor, los vasos periféricos se dilatan (se expanden). Esto es la vasodilatación. Así, al expandirse y estar más cerca de la piel se favorece la transferencia de calor fuera del cuerpo. ¡Sudamos! y así controlamos nuestra temperatura corporal.
En verano los capilares tienden a estar dilatados para expulsar el calor del cuerpo. Pero si de repente tomamos algo frío, los vasos sanguíneos pasan rápidamente de su dilatación normal para eliminar calor, a la contracción por el frío de lo que estamos tomando. El resultado final es que el sistema circulatorio no sabe cómo actuar con tanto trajín de calor y frío.
Estos cambios en el flujo sanguíneo son detectados por los receptores del dolor que hay en el paladar y la garganta, que comunican con el cerebro a través del nervio trigémino, que envía información sensorial de lo que ocurre en la cabeza. Una porción del trigémino se extiende por la parte media de la cara y la frente, por eso el cerebro interpreta que hay un problema y se produce esa sensación de dolor punzante. Es lo que llamamos un 'dolor referido': se produce en el paladar o la garganta pero lo notas en el cerebro.
Pero que no cunda el pánico. Realmente el cerebro no siente dolor, es solo una sensación que se pasa enseguida. Para evitarlo, hay que comer o beber despacio para acostumbrar al paladar a ese cambio de temperatura.
Aunque todo el mundo tiene un nervio trigémino, no todo el mundo experimenta esa congelación cerebral. Es posible que los nervios de algunas personas sean más sensibles que los de otras. De hecho, quienes experimentan congelación cerebral también pueden ser más propensos a sufrir migrañas.
En conclusión, protege tu cerebro del calor, pero cuidado con el método que empleas. Aunque una bebida fría o un helado bien merecen unos segundos de dolor.
José A. Morales García Profesor e investigador científico en Neurociencia, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo ha sido facilitado por The Conversation