Una de las características esenciales del coronavirus causante de la covid-19 es la presencia de una cubierta esférica que posibilita su entrada en las células y le permite iniciar su ciclo reproductivo. No es el objetivo de esta tribuna disertar acerca de sus aspectos biológicos, sino abrir un espacio de reflexión sobre la existencia de "otras esferas" del coronavirus que le han permitido penetrar profundamente en los profesionales de la medicina.
La primera esfera, sin duda la más íntima y compleja, ha permitido que el virus penetre en la vida de cada médico, en su mundo interior. A diferencia de otras situaciones catastróficas recientes como el 11-M, la actual pandemia tiene un condicionante que la distingue singularmente: el miedo. Por primera vez en la experiencia profesional de esta generación, la asistencia directa a los pacientes supone una exposición clara a un riesgo real, no solo de enfermar, sino de hacerlo gravemente. Sin duda, esta situación pone de manifiesto como nunca que el ejercicio cabal de la medicina comporta a la vez el servicio a la sociedad a la que nos debemos y el privilegio de poder dedicar nuestros esfuerzos a los seres humanos enfermos.
Es obvio que las implicaciones de esta esfera abarcan no sólo al ámbito personal sino también al círculo familiar cercano; de hecho, cada uno de nosotros tiene su historia familiar de incertidumbre: el padre o la madre ancianos, el marido o la mujer enfermos, hijos pequeños a su cuidado, hijos mayores en otro país u otra ciudad y, así, un sinfín de situaciones similares a las de toda la población, pero marcadas con el agravante "culpable" de ser posibles transmisores de la enfermedad. Sin embargo, es asombro so observar cómo en la mayoría de los casos la percepción del riesgo se ha interiorizado, como el virus en la célula, y se ha asumido como algo cotidiano formando parte del paisaje diario de los hospitales.