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Parecen habitaciones más o menos normales, pero son verdaderos búnkeres de seguridad radiactiva de una categoría solo por debajo de las centrales nucleares. Las salas de radioterapia salvan vidas, pero los niveles de radiación que tienen que producir para eliminar las células malignas del cuerpo humano los convierten en instalaciones críticas. Construidas en medio de hospitales por los que pasan miles de personas todos los días, están rodeadas de una infraestructura, una tecnología y unos protocolos estrictos hasta el extremo. El objetivo es garantizar la seguridad de los pacientes, los trabajadores y el resto de personas del centro sanitario.
Para conseguirlo, los físicos son la figura clave. Se trata de una especialidad que hace unas décadas no existía o permanecía algo arrinconada en los hospitales, pero que ahora resulta fundamental. Son especialistas en radiofísica hospitalaria, expertos en radiaciones que son vigilados directamente por el Consejo de Seguridad Nuclear de Madrid. José Antonio Font es el jefe de servicio de Radiofísica Hospitalaria del Hospital Miguel Servet de Zaragoza: “Aquí queremos matar células, pero para ello se necesitan unas dosis bestiales de radiación. Si tuviéramos un error, como que un trabajador se quede encerrado en la sala, tendríamos un grave problema”, señala.
La seguridad empieza con el diseño de las salas. En algunas ocasiones, se pueden dibujar desde cero en un plano, como ocurre con el nuevo hospital de Teruel. En otras -la mayoría- hay que adaptar espacios ya existentes en los centros sanitarios. No vale cualquier rincón. Los búnkeres tienen que tener tierra debajo, por lo que siempre están en el subsuelo de los edificios. Exigen un espacio mínimo de 40 metros cuadrados más el grosor de las paredes, que va de los 1,5 a los 2,5 metros. Lo mismo hace falta para el techo, lo que provoca que en lugares como el Servet algunas plantas superiores de las salas de radioterapia estén inutilizadas, ya que ha habido que meter dos metros de ‘colchón’ de hormigón que se han comido las habitaciones.
Cuando se quiere construir una sala, el Consejo tiene que autorizar el proyecto, y la máquina de radioterapia no entra hasta que tiene su visto bueno. Y antes de ser utilizada con pacientes, los inspectores de Madrid acuden con sus detectores a comprobar que los niveles de radiación son los adecuados. Como dice Font, tanto dentro como fuera de estas paredes “la radiación 0 no existe”.
El nivel de exposición de los trabajadores y pacientes es superior al que tiene una persona normal, pero están muy alejados de los parámetros que comienzan a ser preocupantes. Para comprobar que esto es así, todos los empleados llevan consigo un dosímetro personal, un pequeño dispositivo conocido como ‘la galletita’ por su forma y envoltorio. Se trata de un aparato con chapas de talio a las que la radiación les provoca un cambio, lo que permite medir todos los meses si los niveles son o no los adecuados.
Luego, en el día a día, los físicos hacen comprobaciones diarias sobre el funcionamiento de la máquina. Si se ven desviaciones superiores al 2% con respecto a lo previsto, se suspenden las sesiones previstas hasta que se solvente la incidencia. Incluso los fabricantes, desde sus sedes centrales, monitorizan el rendimiento a distancia y avisan si detectan algún problema.
El objetivo final es evitar el más mínimo fallo, ya que este puede tener consecuencias terribles. El ejemplo de fatalidad se vivió en el Hospital Clínico a finales de 1990, cuando cerca de una treintena de pacientes recibieron dosis de radiación muy superiores a las que debían, lo que causó la muerte a varios de ellos en el que es considerado como uno de los accidentes radiológicos más graves de Europa. Desde entonces, los protocolos y las normativas se han cambiado notablemente para reforzar la seguridad total de las instalaciones.
Los físicos de los hospitales, además, se encargan de realizar las dosimetrías químicas de los pacientes, que son unas preparaciones virtuales de los tratamientos de radioterapia que van a recibir. Se valoran las dosis que recetan los médicos y se hace una planificación cuyo diseño puede durar desde un par de horas hasta una semana entera, en el caso de los casos más complicados: “Tenemos que matar las células tumorales, pero si se van a dañar otros órganos sanos, no se podrá aplicar”, comenta Font.
Fuente: Heraldo de Aragón