Ha pasado casi siete meses desde que el coronavirus llegó oficialmente a nuestras vidas. Desde entonces, se han atravesado diversas fases hasta inaugurar en junio lo que se bautizó como nueva normalidad, un incierto escenario plagado de medidas cambiantes, casi siempre restrictivas, mascarillas y geles hidroalcohólicos. Un inestable equilibrio entre la pulsión de la cotidianeidad en lo laboral y lo personal y la amenaza constante del confinamiento y el contagio.
Una vida de incomodidades y renuncias en la mayor parte de los casos que, de momento, no ha dado los frutos deseados y que nos deja sumidos en un estado de alarma, con las tres capitales aragonesas confinadas perimetralmente así como la Comunidad en sí, toque de queda y un margen para la movilidad y el esparcimiento prácticamente nulo.
De lo poco positivo, según demuestran los datos e insisten las autoridades, es que "no estamos como en marzo". El índice de mortalidad es menor y se hacen más pcrs (aun así insuficientes, como los rastreos).
Pero tampoco estamos como en marzo en otro aspecto: el anímico.
Cunden sentimientos variados y no precisamente alentadores, un tristón repertorio que va de la apatía a, directamente, el enfado. A la par, el miedo va por barrios: los hay que lo tienen exacerbado con la llegada de esta segunda ola, pero en otros casos, la costumbre y la convivencia diaria con la crisis sanitaria lo atemperan. La necesidad (hay que ir a trabajar o convivir con los niños que van al cole), la dejadez, el cansancio o la íntima rebeldía conducen a asumir más riesgos.
Atrás parecen haber quedado los sentimientos mayoritarios de solidaridad y unidad que tuvieron los balcones como escaparate al mundo. Con el recrudecimiento de la pandemia, nos preguntamos cómo puede influir en el combate contra el virus el presente estado de ánimo. ¿Puede el hartazgo llevar en ocasiones a ser más descuidado en el cumplimiento de las normas o, directamente, a saltárselas? ¿Pueden ser la apatía o la indignación, también, factores de contagio?
Gabriela Delsignore es profesora de Sociología de laUniversidad de Zaragoza y consultora del Instituto de Estudios Sociales para el Cambio. Lleva años trabajando sobre la idea de felicidad y ha diseñado un método para medirla atendiendo a un compendio mucho más amplio de emociones y factores que otras encuestas similares. Maneja cinco categorías: estados emocionales positivos (si se está satisfecho con la vida, si se considera feliz), estados emocionales negativos (sentimientos depresivos, tristeza, soledad...), comportamientos egocéntricos (si se desea ser rico, cosas caras, mandar...), comportamientos altruistas (si se preocupan por los demás, por la igualdad, si se es modesto...) y valoración del sistema político y del bienestar (confianza en la legalidad, fuerzas del orden, sistema educativo o sanitario...).
a herramienta se utilizó durante el último mes de confinamiento en la llamada 'Encuesta sobre (in)felicidad en tiempos de covid-19', realizada a más de 1.000 personas. Todavía en la fase de análisis, este estudio, aprobado por el Comité de Ética de Aragón, ya arroja las primeras conclusiones.
Aunque Delsignore subraya que esta pandemia explicita a nivel social "toda la complejidad del ser humano" y que el momento actual es "extremadamente volátil", cree que la foto fija de aquel momento anímico que recoge la encuesta puede analizarse con perspectiva y explicar comportamientos posteriores.
La investigadora señala como uno de los datos provisionales más relevantes el hecho de que, tanto en el 25% de encuestados que puntuaron más felices, como entre los más infelices, el sentimiento altruista está "muy por encima de la media", tanto en hombres como en mujeres. A juicio de Delsignore, este rasgo es "propio de la sociedad española", siempre dispuesta a la solidaridad incluso en los peores momentos anímicos.
Sin embargo, la socióloga se pregunta cuánto se alteraría este dato actualmente y hasta qué punto, opina, "haber volcado prácticamente toda la responsabilidad en las personas" tendrá consecuencias negativas.
Delsignore se sitúa para explicarse en los prolegómenos de la crisis, cuando se trataba de "evitar el alarmismo" con la frase ahora ya famosa de "esto es una gripe". Con el confinamiento domiciliario ya en marcha, la socióloga cree que el fenómeno de aplausos en los balcones, el jolgorio, los bailes de parte del personal sanitario, no tuvieron suficiente contrapunto con imágenes más crudas que, dice, "solían llegar en su mayoría del extranjero". "La gente apenas vio... Y tampoco hubo entonces ninguna campaña institucional educativa o de concienciación, de cómo ponerse la mascarilla o sobre otras medidas del estilo", dice.
Se dio paso después a la desescalada, que describe como "rápida, a veces caótica". En la que la gente, sostiene, "sintió hastío, desinterés por la información que llegaba en forma de datos, cosas muy técnicas: se dejó de escuchar". Todo fue muy contradictorio y con los primeros rebrotes, entonces sí, "llegaron mensajes y campañas institucionales duros". Delsignore cree que hubo una falta de "sensibilización cuando la gente estaba más receptiva, pero luego se culpabiliza a la ciudadanía". "Me preocupa que se estigmatice a determinados colectivos, como los jóvenes", dice la socióloga, quien aboga por que "no recaiga toda la responsabilidad en la gente".
Precisamente, la encuesta aporta datos sobre esa probable receptividad que existió al comienzo, durante el confinamiento en casa.
Entonces, según recoge la encuesta, la satisfacción sobre la gestión que el Gobierno hacía de la crisis estaba, en general, por encima de la media. Era el caso entre los hombres y mujeres de 18 a 34 años, entre los hombres de entre 35 y 49 (no así la mujeres), y en la franja de entre 50 y 65 de ambos sexos. Los únicos que estaban manifiestamente insatisfechos eran los mayores de 65. En términos de población rural y urbana, la segunda quedaba ligeramente por debajo de la media, al contrario que la gente que vive en pueblos, que tenía mejor opinión. Como dato curioso, en aquel momento, la valoración sobre la acción del Gobierno entre los que se perciben más ricos o más pobres era exactamente la misma: ligerísimamente por debajo de la media.